domingo, 23 de diciembre de 2012

Haroldo Conti, el suspirante

(Traída de acá)


En Chacabuco, "meta asado y trabuco", Haroldo Conti se crió, trepó los primeros árboles y pescó los primeros pejerreyes.

El 25 de mayo de 1925 nacía, casi treinta años después egresaba en la UBA como filósofo. Todas las biografías acuerdan en enumerar una gran cantidad de oficios y profesiones que practicó durante su vida: profesor de filosofía y latín, empleado bancario, navegante, aviador, escritor y más, pero la mejor manera de definirlo es como un caminante, un buscador de caminos. Como a él le hubiese gustado, como un vagabundo.

Alguna vez escribió: "No sé si tiene sentido, pero me diga cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón; que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia".

Así se resumía Conti, quien además decía ser escritor solamente cuando escribía, "el resto del tiempo me pierdo entre la gente".

Como dijo en una entrevista donde se puede escuchar su voz, en su proceso de maduramiento una novela política, comprometida, era su duda y su deuda, su desafío y el signo de crecimiento como escritor. Y esa novela llegó, tarde pero segura, "emergiendo con naturalidad y no como una cosa impuesta", como sostenía debía ser: Mascaró, el Cazador Americano, que fue publicada en 1975 y recibió el premio Casa de las Américas.

Esa, cuenta en su prólogo (brillante prólogo entre los prólogos), es la primera -y la única- que concibió desde principio a fin antes de empezar la escritura, como dicen las maestras en la escuela.

"Mascaró tenía que madurar dentro de mí. Mascaró me hacía señas desde un costado de mi vida llamándome a su loco camino", escribe allí. "Pues bien, tanto empujó, que otro buen día, para cortar amarras, salté de golpe al camino, me marché inclusive de mi casa, abandoné todo y ahí empezó mi vida con Mascaró, es decir, empezó la novela que para mí es siempre un auténtico modus vivendi". Y más:"Mascaró daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto, y yo era a medias el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces, que Mascaró realmente no me pertenece".

Así fue y así nació su primera novela comprometida, que fue la última: "Creo, con Galeano, que nuestra suprema obligación es hacer las cosas más bellas que los demás, sobre todo que lo que la puede hacer el adversario".

Y cumplió, vaya si cumplió.

Al poco tiempo recibió las primeras advertencias: para las fuerzas armadas del país él ya era, por su pluma, un "agente subversivo". Llegada la dictadura, las amenazas continuaron y se intensificaron, pero él ya estaba completo, había logrado esa novela que le había sido esquiva o que simplemente había tardado en madurar. Mejor dicho, había emergido lo que las bellas descripciones de su amado Río Paraná no habían podido.

"Uno elige, me quedaré hasta que pueda y Dios verá", le escribió en una carta a Gabriel García Márquez. "Porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa", continuaba allí. A esa altura, con Videla en la presidencia, él y su esposa Martha eran "prácticamente unos bandoleros".

En febrero de 1976 nació su hijo varón, a quien dieron el nombre de Ernesto, quizás -casi con seguridad- por homenaje a uno de sus escritores favoritos: Hemingway (cómo no enamorarse de The old and the sea). El 4 de mayo escribió por la mañana su último cuento: "A la diestra". Al otro día, por primera vez en seis meses, volvieron a ir al cine él y su compañera: vieron el Padrino II. Ernesto, de tres meses, y Myriam, de siete años, se quedaron a cuidado de un amigo de ellos que dormiría en su casa pero en el sillón.

Cuando volvieron, no pudieron abrir la puerta. Un hombre armado con una ametralladora de guerra los recibió y con otros cinco milicos más los amordazaron y molieron a patadas. El amigo estaba tirado en el piso con la cara desfigurada. Los chicos, dormidos con cloroformo en uno de los cuartos. (Una película, Homo Viator, reconstruye su biografía y estas escenas de terror)

Conti y Martha fueron separados en cuartos distintos. Mientras la casa de Villa Crespo (me pregunto cuál era su casa, yo también vivo allí y cuántos otros) era desvalijada de todos los objetos de valor, práctica común en esos tiempos, los hombres armados interrogaban a Haroldo acerca de dos viajes que había realizado a la Habana. Para ellos, habiendo escrito siete libros, cuatro novelas y tres compilaciones de cuentos, él era un agente de la revolución cubana. Un enemigo interno. Uno más.

Otro.

Cuatro horas después, a las cuatro de la madrugada, "uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores". Así relata su amigo García Márquez aquel día.

Fue el último beso y la última vez que estuvieron juntos.

En su escritorio, meses antes y anticipándose, había escrito un letrero: "Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt". La frase en latín traducida proclamaba: "Este es mi lugar de lucha y de aquí no me moverán". Los militares no supieron leerla y la dejaron. (Aquí, en este humilde espacio, la frase también se encuentra por ahí debajo, invisible, a modo de homenaje: Este es mi lugar de lucha y de aquí no me moverán).

Catorce días después del secuestro, el 19 de mayo, la junta militar organizó un almuerzo con destacados "hombres de la cultura" para alivianar las críticas internas y blanquear la imagen imblanqueable del gobierno. Los hombres elegidos por las fuerzas militares -y que asistieron- fueron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Horacio Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani. Fue este último, ideólogo del nacionalismo católico argentino, quien tuvo un gesto digno: le entregó en la mesa un papel a Videla con el nombre de Haroldo. El dictador, sin embargo, tan sólo aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país. Y de Conti no dijo nada.

Aún hoy, su nombre forma parte de las listas de desaparecidos, ni muerto ni vivo.

***

Recomiendo, menciono, algunos trocitos de su obra:
  • la novela Alrededor de la Jaula, 
  • el cuento "La Balada del Álamo Carolina", "el cuento sobre el árbol que creo es el mejor que he escrito en mi vida", según le escribe a su tía en una carta,
  • el cuento "Como un León" y, finalmente,
  • su última novela, ya mencionada:
"El Príncipe aludió luego a la naturaleza errante de aquel oficio tan distinto de casi todos los otros, generalmente de asiento, y con todo tan acordado con la sustancia del hombre, que es un viajero sobre la Tierra, en perpetuo tránsito, por cuanto errare humanum est y esta vida es un vallecito de lágrimas que se transcurre a los pedos. Aplausos y llantos".


Aplausos y llantos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El desquite que debo

Aún en nuestros peores momentos, nunca me chupaste un huevo. Siempre te dije todo lo que hice y sentía, siempre con la verdad y siempre de frente (algo que debo admitir: quizás aprendí sólo con el tiempo...).

Cuando las dudas fueron más que las certezas, cuando no nos dábamos besos durante el día pero por la noche nos acostábamos juntos, cuando simulábamos ambos estar lejos, bien lejos, independientes el uno del otro, y sin embargo... seguíamos cerca, ahí, en todas estas situaciones siempre te hablé, sincero, sin vueltas. Aún cuando no me haya manejado bien, aún cuando no haya sido el mejor, todo lo que hice y dije fue pensando en vos. Hasta en las decisiones más difíciles, estabas primero vos.

Mi temor al lado tuyo no era grande, ni muchos, pero siempre fue el mismo: hacerme vulnerable -una vez me había pasado...-. Necesitaba estar seguro. De mí, pero también de vos. ¿Sobre todo de vos? No sé.

Y sin decidirlo, lo fui. Me hice pequeño, chiquitito. Dejé de ser esa roca que acostumbraba ser. Esa roca que, hay que decirlo, logró acercarse a vos, que no era poca cosa. Porque fue un logro, sí. No sólo lograr acercarme, digo, sino lograr que vos misma consideres un logro que la roca se acerque a vos y no a otra. Es que la roca te quería, sí; la roca te quiso. Y mucho.

Consciente o inconscientemente, aposté. De alguna extraña manera, confié. ¿Cambié?

Y en ese momento dejé de ser yo el dueño que siempre había sido de la relación. Te entregué el rol, te lo cedí. En bandeja y con moño, todo tuyo. Y tan necio, ciego y débil fui que no entendí tus señales, tus mañas, tus gestos. Ni tus ojos, que creía siempre comprender a la perfección. (Es más: a la distancia, con un mundo o varios separándonos, sigo creyendo que nunca perdí, ni perderé -¿no será mucho?- ese don).

Cuestión que nada fue igual de tu parte:

Pudiste venir a casa sin importarte familia, mis cosas ni nada. Cojer, lo único que te importaba (como si no hubieses tenido un chico al lado...). Comer algo juntos y acostarnos, sin importar la hora, el día, nada. Sin importarte. De última, la clandestinidad era cara pero entendible, pensaba yo. Pero cómo podías venir con marcas en el cuello sin que nada te importara, cómo podías venir y yo no echarte a patadas y hasta quizás insultarte. Cómo hacerlo, si estaba, como te digo, chiquito, pequeño, casi diminuto. Cómo, si quería obligarme a confiar en vos, a confiar ciegamente en vos por primera vez. Aún en los momentos más difíciles y confusos, te tocaba a vos esta vez ser sincera, herir, como puede suceder, pero con cuidado. Herir sutilmente como quien no desea matar pero lo sabe necesario...

Cómo pudiste haberme pedido esas visitas al médico; cómo pudiste dejar que las fechas coincidan con el día después de ese miércoles en el que te diste cuenta que no, o en el que no te diste cuenta pero me lo dijiste, que para el caso es lo mismo...

Cómo no darme cuenta, cuando me citaste a cuadras extrañas y esquinas sin gente para que nadie te viera otra vez con él. Con él, que era yo.

Tan sólo señales coherentes, palabras claras -aunque no las tuvieses; esta vez te tocaba a vos ser más fuerte-. Asumir el rol. Intentarlo.

Al menos intentarlo.

Pero no importa. Tuviste la oportunidad de redimirte: tan sólo tenías que expresar en palabras todo eso que sentías por dentro; todo eso que expresabas en acciones, en descuidos, olvidos y miradas desatentas. Tenías tan sólo que decirme que no, que yo ya no era. Tenías que dejarme ir. Pero no, tampoco de eso fuiste capaz: "Sé que te voy a amar para siempre", dijiste y volteaste, con ese pantalón apretado, la carterita marrón que te hacía sentir una mujer y el alivio de ¿estar diciendo la verdad? No lo sé, ni ya importa, sólo quise expresar en palabras esta carta que nunca te entregaré pero que quedará naufragando aquí, como en una botella de vino tinto vacía que juega con las olas y recorre océanos y mares durante siglos y quizás milenios sin más sentido que poseer una diminuta y extraña existencia en algún lugar del universo.


pd: volver hacia atrás es díficil. Me refiero a estos pocos párrafos, aunque pueda extenderse a todo lo demás. Volver hacia atrás del texto es difícil, digo, pero en el primer paréntesis del primer párrafo está contenido todo lo que en última instancia pienso: "Algo que debo admitir: quizás aprendí sólo con el tiempo". Es que entre rencores, amores, y estas cuestiones, a pesar de esas últimas palabras que debiste cuidar, esos descuidos que yo no supe leer, sé que en algún punto nada puedo reprocharte; te pedía que te manejes como una mujer cuando recién aprendías a serlo, cuando yo también había tardado en comportarme como un hombre.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Señales

cuando me dijo "abrazo", cagué.

cuando me dijo "beso", esperé.

cuando me dijo "chau", sufrí.

cuando me dijo "adiós", lloré.

cuando me dijo "hasta siempre", recé.

cuando me dijo "hasta luego", creí.

cuando me dijo "saludos", perdí.

cuando me dijo "nos vemos", gané.

y cuando no me dijo nada... besé.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

El invicto de la costa o Los Imbatibles de la arena

Llevábamos diez días en la costa. Cargábamos el peso -y el goce- de siete partidos de playa invictos. Contra pibes del interior, de Córdoba y Santa fe, también chilenos y porteños. A todos les habíamos ganado. Nos creíamos los dioses de la playa, los imbatibles de la arena.

Es que no había rival que nos hiciese partido. Podíamos empezar perdiendo por uno o dos goles pero después remontábamos y terminábamos todos felices en el mar, de noche y con mosquitos o en uno de esos tantos atardeceres que vio al equipo lucirse y luego cagarse de frío sin toallas luego de una sumergida en el mar.



En arena húmeda, ahí cerquita de las olas o lejos, bien lejos, donde la arena está seca y las pantorrillas pesan más de lo habitual... No importaba la superficie; el equipo rendía. Hasta cuando practicábamos tirábamos magia.


Fue faltando dos días para volvernos a la triste Capital que nos encontramos con el rival: "Nueve contra nueve y con arquero", casi que ordenaron del otro lado los muchachos. Estaba claro: no era, ni pretendía ser, una propuesta. Así que a cara de perro y con gusto, aceptamos. Pusimos las sillas como palos y ahí, cerquita del muelle, el partido se armó. La pelota la pusieron ellos, símbolo de supremacía, elemento psicológico a tener en cuenta: la pelota era suya, ellos ponían el balón.

Confiados, aceptamos el "desafío", aunque -lo sabíamos- no teníamos opción: ¿de qué invicto nos íbamos a jactar después si rechazábamos ese reto? ¿A quién le podríamos contar después que mantuvimos el honor si arrugábamos en el último encuentro? Había que jugar y ganar. No había opción.


En los primeros minutos nos dimos cuenta: eran ellos los rivales que esperábamos. No eran vecinos del Mercosur, no eran porteñitos ni pibes del interior; eran locales; gente de la costa, acostumbrada a la arena, al sol implacable de todo un día de playa y al juego brusco entre las olas que iban y venían inflexiblemente. Jugaban con los "trucos" de la pelota en el aire y el juego combinado con el agua y la arena en los ojos.

Inmediatamente nos miramos. Eran el primer equipo digno.

Uno a cero abrieron el marcador y se nos venía la noche. Realmente se venía la noche. Lo sabíamos: si el partido seguía en derrota y el sol se esfumaba por el horizonte, el invicto se terminaba, y con él las vacaciones y nuestra pretemporada, la mayor de nuestras anécdotas y el orgullo de un rendimiento poco antes visto...

Nada de jogo bonito, entonces. No hizo falta decirnos nada, ni gritarnos que había que poner. Tan sólo mirarnos bastó para salir a dejar lo que había que dejar, es decir, todo. Gabino empezó a correr lo que tenía que correr, abajo Groso despejó y no dejó pasar jugador con pelota, Javo empezó a ser ese mediocampista aguerrido que quita y sale jugando, etctétera.





En una jugada algo sucia, rebote va, rebote viene, logramos el empate. El gol nadie recuerda de quién fue, pero todos nos acordamos del momento. Como si de un gol en el último minuto se tratara, lo gritamos y cerramos los puños. Los rivales lo entendían: no era un partido cualquiera, no era un partido más. No éramos nosotros los de la segunda quincena recién llegaditos...

Con el uno a uno el sol estaba cayendo, quedaba poco tiempo para darlo de vuelta, lo que era algo que incluso veíamos difícil. Pero los pibes no podían permitirse empatar con estos porteños, así que salieron con toda. Nosotros hacíamos lo que podíamos, pero cada vez más aguantarlo se hacía más complicado. A ellos se los veía más frescos, estábamos casi entregados. La noche, encima, se hacía esperar. Los de arriba estábamos muertos, el medio ya no cortaba y se jugaba directa y exclusivamente en nuestro campo.

Fue entonces cuando Groso hizo, consciente o inconscientemente, lo que había que hacer. Cuando el ocho rival sin remera se escapaba por la banda, salió a cortar y se llevó puesto pelota tobillo y todo junto y así un gemido interrumpió el partido y el graznido de las gaviotas que revoloteaban cerca del muelle. Como un lamento, un grito de muerte, y tras un instante, el jugador que quedaba tirado inmóvil en el suelo. "Fui a la pelota", se defendía Groso, mientras levantaba una de las manos y se retiraba pretenciosamente inocente a nuestro arco. Nosotros que nos acercábamos al jugador pero éste que seguía sin moverse. "¿Estás bien?", "¿Qué te pasa?", le preguntábamos pero no había respuesta y así, saboreábamos el pronto final. A los cinco minutos, logramos entre todos levantarlo y sus amigos decidieron llevarlo al hospital. El empate, así, resultaba nuestra victoria. Cuando caía la noche y el mar pedía a gritos el último y quizás más merecido de los chapusones, el partido debía suspenderse. Con amabilidad y una lesión infortunada (o no tanto), el encuentro terminaba en empate. Y el invicto seguía de nuestro lado.

"Buen partido, che", "Buen partido", "Chau", "Suerte", y así se despedían los equipos.


Con este último encuentro, el equipo terminaba su pretemporada, alcanzaba el récord de ocho partidos invictos sin conocer la derrota y zafaba de lo que hubiese sido la decepción más terrible. Para quienes sostienen que los empates no se festejan, ya en el mar y sin oídos rivales, la opinión era general y compartida: "¡Cómo zafamos la puta madre!".

En la cena de ese día, los pibes sabíamos que debíamos agasajarnos, y como la economía no andaba en camioneta sino en monopatín, debimos recurrir, otra vez y sin quejas, a unos buenos fideos con una buena salsa picantona, hecha por los cocineros especiales y curiosamente improvisados de Choclo y el Mati.




¡Qué sabor! ¡Qué olores! ¡Qué fragancias! Aunque tomamos juguito tang y gaseosa manaos sabor lima.limón, nos atrevimos a brindar por la pretemporada, las viejas amistades, las nuevas y otro nuevo viaje en familia.


Uñas encarnadas, pies rojos y heridos, tobillos a la miseria fue el resultado de la jornada. Todo para poder comentar, en el próximo asado -y en todos los siguientes: "¡Qué equipo el de la costa!".

lunes, 3 de diciembre de 2012

360

Caminos que se cruzan. Conexiones. Casualidades. Trenes, subtes, viajes. Aviones, lugares, destinos. Coincidencias, azares. Decisiones. Direcciones. Caminos, idas, vueltas. Regresos, partidas. Despedidas, encuentros. Momentos.


"Sólo se vive una vez. ¿Cuántas oportunidades tenemos?"

domingo, 25 de noviembre de 2012

Respuesta de un amigo sereno

(en respuesta a Carta de un amigo desesperado)

Queridísimo Migue:

Antes que nada, quería felicitarte por lo de Martita, no es fácil la convivencia, lo sabemos. Segundo, quiero aclararte que tu carta más que preocuparme me hizo reír. Seguís siendo el mismo obsesivo de siempre.

Los problemas por los que están pasando, lejos de ser excepcionales, son absolutamente normales. Que te alarmes en exceso es normal, así que tranquilo. Te entiendo; no dudo que le estés dando todo el cariño que Martita precisa, pero quizás, y esto debí habértelo aclarado antes... un cariño excesivo también puede entorpecer las cosas.

Sí, debí habértelo dicho: Martita, como toda mujer, -porque eso es lo que es Martita en definitiva, una mujer a la que hay que cuidar, proteger y amar-, necesita cariño pero no que estés todo el día encima, como te imagino... Dale su libertad, respetale sus tiempos. No te encimes como un pesado, es lo peor que podés hacer. Dale aire, no la asfixies. Dejala ser y crecer como ella quiera.

Yo creo que, por más mal que ande el asunto, no hay que perder la esperanza. Te soy sincero, creo que tanto cariño, tanto cuidado, finalmente va a rendir sus frutos. Ahora sólo queda ser paciente, nada más que paciente. Y no te martirices, pudiste haber estado muy encima, pudiste haberla regado de más, haberle hablado de más, pudiste no demostrarle todo lo que la querías, pudiste ser el peor compañero, pero recordá siempre que las relaciones se construyen de a dos, nunca de a uno, esto tenelo bien en cuenta.

Pudo haber sido el mal clima, sí, en eso tenés razón. Quizás debiste haberla entrado, por más que tu novia se entere de que había otra... por más de que tus padres se dieran definitivamente cuenta. Creo que ese era un riesgo que había que correr, las circunstancias lo ameritaban. Pero sé lo duro que a veces sos con este tema, cuánto te cuesta y lo celosa que es tu chica, así que el pasado pisado está. Ahora miremos para adelante.

En fin, lo último que quería decirte y escuchame -leeme- con atención en esto, es que todos nos preocupamos, a todos se nos caen gotas de sudor la primera vez que lo hacemos, pero está todo bien, no todo tiene que salir perfecto. Mejor dicho, nada te va a salir perfecto, eso te lo aseguro. Ni bien quizás, Martita no va a ser lo que esperás, pero ahí está la magia. Será, como siempre, lo que tiene que ser, no más... ni menos.

El vínculo entre vos y Martita nunca podrá repetirse, aunque lo intentes... Así que disfrutala mientras puedas, no te preocupes de más. Como tu mejor amigo te recomiendo: ¡dejá de pedir consejos! Y que sea lo que la primera vez quiera que sea. Que fluya, Migue, que fluya...

Te deseo lo mejor. Siempre, tu gran amigo Rober.

pd: recordá que, como dijo Neruda, es tan corto el amor y es tan largo el olvido (si lo sabremos, carajo)

domingo, 18 de noviembre de 2012

"El elegido" o "La púa de Mollo"

Sus amigos le vienen diciendo hace rato que tiene que ir, que no puede no haber ido nunca. Él sabe que la Aplanadora vale la pena incluso un día de semana, pero justo un jueves, un día antes del parcial... Sus amigos le insisten: es el último teatro del año, es hoy o nunca. Y el pibe entonces acepta y va.

Cuestión que ya en el recital pasan los temas –pasan Regtest, Sisters, Jujuy, Ala Delta, entre otros–, y llega el último: Azulejo, en medio de una euforia colectiva incomparable.

"¡Dale Azulejo!
Se te hace tarde..."

Cuando el final se acerca, Mollo parece irse del escenario, agarra algo de la mesa de los técnicos y vuelve. Púas. Una granada de púas explota en el piso, ahí en el medio, y el pibe, sí, el pibe, que vino a su primer recital y conoció la magia de Divididos esa misma noche, vive su momento.

Ve que las púas se dispersan, está ahí nomás de la explosión. Los pogueros, fanáticos y colgados se abalanzan sobre él, lo empujan, algunos se agachan y tantean el piso. En la confusión, cada uno despliega su estrategia: unos prefieren observar de más arriba y esperan el momento para dar el zarpaso. Es entonces que el pibe tiene un reflejo, un instinto y pisa lo que cree que es una de las púas sagradas.

Los fanáticos, sin embargo, lo ven; no son boludos.

Son menos de cinco segundos y todas las púas se esfuman. Algunos continúan en la búsqueda pero no, ya no hay más, todas fueron tomadas. Sólo queda la púa de debajo de su pie, esa que fue vista. Del pie de "el pibe". Es entonces que las jugadas se suceden más rápidamente: los desesperados fanáticos se le van al humo, algunos lo empujan por arriba, otros le pegan patadas e intentan correr su zapato; todos le enseñan el rigor de la Aplanadora, responden a lo que entienden como un desafío de un novato.

El pibe a todo esto sabe que si cede un centímetro la púa la pierde. Y resiste. Un golpe, dos, tres, cuatro. Bien parado de manos, la púa parece ser suya, parece haber reclamado dueño.

Se siente cerca de la gloria. Sabe lo importante que puede ser para sus amigos. Sabe que, de conseguirla, sus amigos le van a festejar semejante proeza. Sabe, no es tonto, que la púa no es una simple púa, sino LA púa. Lo intuye, lo siente en cada una de las piñas que se comió defendiendo la posición. Pero hay que actuar, también lo sabe. Entonces se decide a levantar el pie muy veloz y precavidamente.

Pero todo de repente se desinfla. Debajo del pie no hay nada. Ni rastros de la púa. Nada. Sólo el frío suelo donde antes hubo pogo, las marcas de una asquerosa suciedad, la huella de su zapato. Los fisuras de al lado tampoco lo pueden creer. Lo miran al pibe como preguntándose qué carajo pasó. Si estaba ahí, la púa estaba ahí, dice uno. Otro se resigna, putea y sigue buscando sin suerte.

Estuve cerca, piensa el pibe, que no entiende cómo se le escapó. De última, la púa para mí no era gran cosa, se dice, intenta convencerse.

Sin embargo, como aspirando a esas putas casualidades, casi sin ganas, levanta su zapatilla derecha y mira la suela. Ahí, debajo de las topper maltratadas durante la noche, pegada en la suela, reluciente, brillante y espléndida está la púa. El pibe la toma, sonríe para él y la levanta con cuidado, algo sucia. Con mucho respeto. Ya no hay nadie a su alrededor.

A la salida, se encuentra con sus amigos.

Agarré la púa de Mollo– dice y levanta el trofeo con duda, con una mezcla de humildad y culpa por un premio que él piensa no merecer. Sus compañeros la miran, observan el tesoro que desprende de su fina blancura uno, dos, tres destellos de luz. Sus amigos entonces lo abrazan, lo miman, lo alaban. No salen del asombro.

El pibe, pura humildad, intenta salir del protagonismo en el que se metió o fue metido por lo que él cree una simpática casualidad: "Es sólo una púa", dice. Sin embargo, sabía cuando se abalanzó antes que todos, cuando se bancó la parada que esa púa era especial. Sabe que lo es. Que es más que una púa.

La púa de Mollo...–, resume uno de sus amigos en voz alta, todavía impresionado, a lo que le sigue un silencio impenetrable.

Tomá, te la regalo– intenta desligarse de semejante tesoro y extiende la mano a uno de sus amigos fanáticos –Tomá, vos te la merecés más que yo. Yo ni sé los temas, quedatela– dice, vocifera casi con preocupación, mientras una gota de sudor se desliza por su frente.

Sin embargo, nadie la agarra. El pibe, desconcertado por la negativa de sus compañeros, por lo que entendía era el mejor regalo del mundo, el más irrechazable entre todos los regalos, vuelve a extender la mano. Sus amigos prueban la tentación, la sienten y sufren en carne propia, pero ya el destino había hablado y decidido otra cosa, lo saben: el grupo nada puede hacer frente a semejante fatalidad y la púa queda, finalmente, en su legítimo portador.

Uno de sus amigos, que le había pegado patadas cuando pisaba con fuerza el elemento sagrado sin darse cuenta que era él, asume la efervescencia colectiva y expresa el sentimiento común : "No hay dudas: sos el elegido".

domingo, 11 de noviembre de 2012

El Trinche, un nombre de extraña sonoridad

El Trinche, uno de los siete hijos de un inmigrante yugoslavo
Del Trinche no hay videos, casi no hay imágenes. No hay goles ni figuran sus gambetas. Del Trinche no hay, casi, archivo alguno; ni en diarios ni revistas. Sobreviven apenas unos recortes viejos y amarillos en alguna vieja biblioteca de una redacción antigua... Pero tampoco hacen falta. Porque el Trinche, en Rosario, es leyenda.

En la capital del fútbol de Argentina, el Trinche vive en cada bar, en cada discusión sobre fútbol. El Trinche no necesita de video alguno, vive en las calles rosarinas, puro recuerdo, pura nostalgia. Su nombre nadie lo recuerda, pero no importa: como él no hubo ni habrá ninguno. Sí el apellido: el trinche Carlovich, con "c" o con "k", con acento en la última sílaba, carlovich, o en la del medio, carlóvich, no importa. El nombre cambia pero no la cosa.

Vive en las paredes
Tampoco hay coincidencias en su manera de jugar ni en sus goles, pero todos acuerdan dos cosas: primero, que el Trinche es el mejor, y segundo: que si hay alguien hoy que se le pueda parecer, ese es Juan Román Riquelme.

En las calles principales de la Ciudad, todos lo saben, hasta los más pequeños: no hubo ni habrá nadie como él. Hasta los ciegos parecieran saberlo y estar completamente fuera de duda: "¿Como el Trinche? Imposible". Ni Messi se le compara, afirman quienes lo vieron jugar. O sea todos. Ni Maradona tenía sus movimientos. Es que el Trinche, si hubiese querido, podría haber sido el mejor de todos los tiempos. Pero no quiso. Eso se dice: que no quiso. Y eso, al revés de disminuirlo, lo hace más grande.

Enorme.

Gigante.

"Eligió otro camino, qué se le va a hacer", repiten sus fanáticos que son los fanáticos del fútbol potrero y de la pelota de cuero. "Para el Trinche el fútbol no era un negocio, jugaba para divertirse, jugaba por pasión, algo que hoy no existe". Poca o nula disciplina, llegadas tarde a los entrenamientos, jamás una concentración y disfrutar del partido, eso es el Trinche: "Jugador de potrero, típico jugador de barrio, de calle de tierra".




Olvidado por los grandes libros, por los grandes diarios, el ídolo rosarino cuenta con un extraño mérito: es quizás el único emblema que une tanto a leprosos como canallas, algo que no es fácil... Como señala Menotti, rosarino y referente de la corriente del buen fútbol en el país, "el Trinche forma parte de la iconografía de la Ciudad".

Es curioso: el mejor de todos los tiempos para Rosario, para todos esos viejos que respiran fútbol, no se lució en Europa, no jugó mundiales en Japón ni viajó por el mundo, no, nada de eso. El Trinche se lució acá; un sólo partido jugó en Primera, con la camiseta de Rosario Central.

Su lugar era otro: Central Córdoba. Allí deslumbró, jugó e hizo jugar, ganó un ascenso y llegó a ser convocado para un partido amistoso de los mejores de la provincia contra la selección que se preparaba para el Mundial de 1974; cinco jugadores por Newell's, cinco por Rosario Central y él, el distinto. Tres a cero terminó el primer tiempo y, cuentan, el técnico argentino pidió porfavor que sacasen al Trinche, que con la 5 estaba dirigiendo un verdadero baile. Pero ya no había vuelta atrás: cuatro a uno terminó el partido y el Trinche demostró lo que era. Los diarios deliraron por él. La selección nacional se había rendido a sus pies.
Su casa: los tablones que lo vieron crecer.

Ese día, Carlovich dejó allí patentada su jugada, esa que hacía todas las semanas jugando para los Charrúas: el doble caño. Él comentó después: "Tiré un caño y cuando el defensor se dio vuelta le tiré otro. Lo hacia seguido, aunque ese día la cancha se venía abajo. Fue la única vez que se abrazaron los de Newell's y los de Central".

Gracias al boca en boca, que es como se hacen grandes los grandes, el Trinche nunca dejará de ser pura magia. Un jugador creativo, como dicen. El inventor del taco y el caño de ida y vuelta.

"Es cierto que me sentaba en la pelota durante el partido. Pero no era una provocación. Por ahí ellos no presionaban y yo estaba un poco cansado". Así vivía y sentía el fútbol. "Mi principal virtud era querer la pelota a cada rato. Si no la tenía me desesperaba".

En internet un anónimo comenta: "Yo lo vi a jugar a Carlovich. Partido contra colegiales. Tres o cuatros plateistas lo insultaban sin parar. Carlovich para una pelota de pecho en el medio campo, pisa la pelota y espera que se la vengan a sacar. Cuando uno intenta marcarlo, tira un sombrero, hace dos pasos y la para con elegancia. Levanta la cabeza y mira hacia donde estaban esos tres o cuatros que lo insultaban. Esa jugada fue la devolución a los insultos, una muestra de su categoria. De eso no me puedo olvidar".

El Diego, cuando llegó a la ciudad santafesina en 1993 para jugar en Newell's lo dijo también, lo reconoció: "Yo creía que era el mejor, pero desde que llegué a Rosario escuché maravillas de un tal Carlovich, así que ya no sé... Me dijeron que la dejaba así de chiquitita"

Sin embargo, él lo sabe y lo dice cuando las cámaras lo buscan: él no fue una rareza, un superdotado que no pudo demostrar, como dicen algunos periodistas.

El Trinche Carlovich, en cambio, y él lo repite una y otra vez, sólo fue uno más del montón.

El Trinche, de crack a leyenda: "Típico jugador de barrio".

martes, 6 de noviembre de 2012

Carta de un amigo desesperado

Querido Rober:

Te envío esta carta porque estoy desesperado, y confío en que vos podrás ayudarme como tantas otras veces. Como siempre. Es por Martita.

Sí, no dudo en que te lo imaginaste cuando viste el sobre... Sí, otra vez Martita, qué querés... Pero esta vez es en serio. Necesito que me escuches -que me leas- con atención. Y que me aconsejes. Yo sé que vos la tenés clara en esto y, creo, sos el único que puede darme una mano en este momento. Esta vez va en serio...

Es que la noto decaída. Te lo digo ahora pero ya van como dos semanas. O más. Vos lo sabés, vos ya nos vistes. No sé si fue de un día para el otro, creo que no. Tampoco sé si hubo algo preciso que le hizo mal, algo que yo hice o algo que le molestó, realmente no lo sé. Pero está mal, y se le nota. Y se nos nota.

Está decaída, como deprimida, no sé como explicarte, la tenés que ver... pero ya no es lo mismo. Se le nota a la legua, ni siquiera es que lo note yo porque la miro diariamente como a nadie. Me lo han dicho amigos que la conocen desde mucho antes y ven exactamente lo mismo: la cosa cambió. No es que las cosas antes estaban bárbaro, es cierto, lo reconozco -vos lo sabés muy bien-, pero no es de lejos la cuestión como podría ser antes, cuando nadie se daba cuenta, ahora las cosas no están bien, y, como te digo, se nota. No hace faltar ser un especialista en estos temas, lo notan hasta los pibes, mirá lo que te digo, hasta los pibes que son unos bestias. Ellos también la ven distinta, rara; como distante. Como si algo raro le hubiese sucedido...

Y yo estoy destruido, te imaginarás. Literalmente, Rober. Sin matices.

Sé que lo primero que me vas a preguntar es si le estoy demostrando todo mi cariño, toda mi preocupación, y la respuesta es que sí. Te hago caso en ese sentido. Es más, estas semanas le dediqué el doble de tiempo, la cuidé como nunca y le hablé de la manera más cariñosa que pude y que puedo, le dije todo lo que la quería y todo lo que la necesitaba, pero no hay caso: Martita, creo yo, ya ni me escucha.

¿Es que Martita ya no me quiere?

Y esto es lo que más me aterra, lo más grave del asunto. Puedo decirle lo que se me ocurra, puedo decirle las palabras más bonitas, recitarle los versos más lindos, cantarle los viajes más felices, puedo decirle hasta que la amo, mirá lo que te digo, que para Martita va a ser igual, exactamente lo mismo. Hasta le canté, Rober, ¡le canté con la guitarra! Imaginate... el fantasma de canterville, rasguña las piedras, le metí pepe lui también, después algo de los beatles que siempre a ella le gustaron tanto, let it be y toda la gilada, pero nada. Nada, Rober, ¿entendés? Nada de nada.

Ni una mueca, ni un gesto. La nada misma, Rober, la nada misma.

...Pienso que quizás pudo haber sido el clima, que hace dos semanas la pobre Martita viene sufriendo, pero tampoco es que hubo tormenta, sólo un poco de viento y un buen aguacero. ¿Creés que pudo haber sido eso? 

Espero que sepas entender la situación por la que estoy pasando, y seas comprensivo con la respuesta. 

Te mando un abrazo enorme.

Tu amigo de siempre, Migue.

sábado, 27 de octubre de 2012

"Soy quien vos crees que soy, pero diferente"

Decía un profesor, en un tono casi poético, romántico, acerca de los sesenta-setenta: “El destino de las armas no era una fatalidad, pero sí una alternativa política más, fruto de los condicionantes locales e internacionales. El camino de las armas era un camino plausible, ni glorioso ni absurdo sino entendible en el contexto de la época”.

Fuerte, para cualquiera que vivió la mayor parte de su vida dentro del menemismo, en el más absoluto neoliberalismo, apatía política e individualismo.



.La película desarrolla una enseñanza de las ciencias sociales y la utiliza de manera impecable: más de treinta años después, la película no busca destacar buenos y estigmatizar supuestos malos, sino adentrarse en las decisiones y elecciones de aquellos que actuaron en ese entonces. De aquellos que actuaron, portaron armas, tiraron tiros y murieron pero también festejaron y amaron.

Y crecieron, como el protagonista principal del film, Juan, desde cuyo punto de vista se reconstruye su infancia, pero también, y a través suyo, la historia de una generación, una época y un país.


Como otras películas argentinas, el film de Ávila transcurre durante la dictadura, en el año 1979, y tiene como trasfondo la decisión, errada políticamente o no, cada uno evaluará (la película no busca ponerla en discusión, pero sí al menos sobre la mesa), por parte de Montoneros de lanzar la "contraofensiva", proponiendo una guerra total al régimen que se creía, ya estaba en retirada y en decadencia.

Algo que la abuela, siempre en el país, descreerá: "No entiendo por qué volvieron al país, justo en este momento".

Imposible que las lágrimas no se escurran durante la narración, algo que sin embargo ocurre nunca por golpes bajos, sino por las actuaciones brillantes de los actores y los abrazos de sus protagonistas. Para el desprevenido, el ingenuo, o el que poco ha preguntado, las tavicaciones lo sorprenderán, la jerarquía militar le parecerá exegerada y el "están cantando", quizás una pelotudez. Las citas fallidas, una extraña cuestión. Los exilios, una rareza. Pero nada estará exgerado, todo esto pasó.

Para otros, tristemente -una tristeza profunda, casi indescriptible-, la película será una más, de un discurso y un proyecto hegemónico, mentiroso y manipulador. Una película argentina, otra más que transcurre durante la dictadura, que nada agrega y machaca sobre algo que "ya pasó", como si ir para adelante no implicase, también, y cada vez más, ir para atrás.

Quizás, el llanto, la piel de gallina en los más jóvenes, o por lo menos en mí, se deba -como lei de Jose Natanson- al recuerdo de etapas que no vivimos, de derrotas que no sufrimos y tragedias que no atravesamos, pero que sin embargo nos constituyen y tenemos, queramos o no, como mochila en la espalda.

Dos diálogos brillantes: el de la madre (Natalia Oreiro) con la abuela (Cristina Vanegas) y el del padre (César Troncoso) con el tío (Ernesto Alterio).

En definitiva, es la historia de Ernesto, un pibe que crece con todo esto alrededor, que mira sus primeras tetas, que da su primer beso, se masturba y se enamora por primera vez en este contexto frío. La historia de muchos, la historia del hermano del director.

(Si alguien aún no la vio, deje de leer en este preciso momento).




La duda es eterna, la contradicción es eterna: ¿somos lo que hicieron de nosotros? ¿somos lo que decidimos ser? ¿Somos lo que nos dejaron? La última escena tiene el mérito de quedarse ahí por semanas, preguntándonos y cuestionándonos quién carajo somos y por qué.

Cuando la abuela pregunta, la respuesta del protagonista es un flechazo a cada uno de los espectadores:

-Soy Ernesto.

-Soy Juan.

Podría responder, pero el muchacho elige la segunda.

¿Elige?

¿Su respuesta es un fracaso político?

Quien les escribe piensa que por ahí Juan y Ernesto, Ernesto y Juan, porque las dos cosas son él, algo que no podrá cambiar jamás, podría haber respondido:

-Soy yo.

Pero no. Soy Juan, dice.

***

"La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos".

Los fantasmas del pasado, inevitablemente, estarán allí. Los cientos de compañeros, también. En la sala, en cada uno de los presentes. La película no es una que pueda verse sentado desde casa un día de lluvia. Es una que amerita, precisa y a la vez resulta una experiencia colectiva.

Muchos, en la sala, llorarán como chicos. Recuerdos raros, uno se imagina. El que no lo vivió. Tristes, pero también quizás, y tras la película, algunos felices. Algunos besos, algunos amores, algunas caricias, algunos asados.

Pero más allá de todo, la película transmite por sobre todas las cosas amor. Amor entre los hermanos, entre la abuela y la madre, amor en los sueños. Amor como transmite el tío que pareciera ser Cámpora en el 73, cuando le dice al pibe que en definitiva "no hay nada en el mundo mejor que las minas" y que el amor no es más que eso.

Maní con chocolate.

domingo, 14 de octubre de 2012

Patas arriba

En 1976 Argentina debe al extranjero 6.700 millones de dólares.

Siete años después Argentina debe al extranjero 46.500 millones de dólares.

Pero no está sola. La acompañan todos sus vecinos.

En 1975 América Latina toda debe al extranjero 45.000 millones de dólares.

Siete años después América Latina toda debe al extranjero 333.000 millones de dólares.

Décadas más tarde, la tendencia continúa. El monto no disminuye ni se mantiene; América Latina toda debe al extranjero 782.000 millones de dólares.

Entre 1982 y el 2001, sin embargo, toda la región, como buena deudora, paga a sus acreedores -entre los que se encuentran el FMI, el Banco Mundial, el Club de París y otros- más del doble de lo que adeuda: 1 billón 700.000 millones de dólares.

Pero nada cambia. Toda América Latina sigue presa de un sistema financiero que la ahorca y asfixia cada vez que resulta necesario. Como buen jardinero, el sistema económico mundial sabe que cuando el pasto crece, hay que podar. La deuda externa y sus intereses son el instrumento perfecto, gran descubrimiento de la macroeconomía.

A través del estrangulamiento fiscal, las economías latinoamericanas deben aceptar. 

Y aceptan.

Primero aconsejando, después imponiendo, los organismos como el FMI y el Banco Mundial continúan con su festín a lo largo de los noventas.

Lo consolidan.

El neoliberalismo, un nuevo arte de gobierno, les permite la entrada. Es el momento de la modernización, la eficiencia y el tan ansiado achicamiento estatal.

Dicen.

Esta vez, no fue necesario ningún militar corrupto ni ningún coronel cipayo. Con los políticos fue suficiente: las dictaduras militares de años atrás ya habían preparado el terreno... El sufragio universal, entonces, bastó. Fue el cómplice perfecto.

En Argentina, la Ley de Reforma del Estado y la Ley de Emergencia Económica, ambas de 1989 y promulgadas en democracia, dieron vía libre a las privatizaciones. Así, mercados exquisitos fueron prácticamente regalados al gran capital concentrado interno y multinacional: teléfonos, gas, aviones... y la lista es larga.

Mientras tanto, "Achicar el Estado es agrandar la Nación", decía Álvaro Alsogaray. Los medios reproducían el discurso. Muchos eran parte de la fiesta.

Las calificadoras de riesgo, grandes actores de esta comparsa, de esta gran timba internacional, cobran por sus diagnósticos precisos: Argentina, a pesar de su cuantiosa deuda, nunca fue, ni será, un país seguro para realizar inversiones; la mano de obra es cara, los gobiernos inestables y la inflación persistente. Es que en Argentina, país dependiente, periférico, subdesarrollado, economía en desarrollo, tercer mundo -los términos se modifican, la realidad muy poco- no hay largo plazo. Pero eso no importa: si hay liquidez, qué mejor que un país "en vías de desarrollo" para atarlo.

Veinte años después, Moody's, una de las más influyentes vedettes a nivel mundial, continúa en los primeros planos internacionales. Sus diagnósticos continúan cotizando en millones. Nadie le cuestiona no haber advertido lo que sucedería en la Unión Europea misma, en países como Grecia, Portugal, y España, cuyas economías se desploman hoy como castillos de naipes...

Ahora sí, ¡bienvenidos! Porque para saber a dónde vamos hay que saber de dónde venimos...
unaradioenelmar