domingo, 23 de diciembre de 2012

Haroldo Conti, el suspirante

(Traída de acá)


En Chacabuco, "meta asado y trabuco", Haroldo Conti se crió, trepó los primeros árboles y pescó los primeros pejerreyes.

El 25 de mayo de 1925 nacía, casi treinta años después egresaba en la UBA como filósofo. Todas las biografías acuerdan en enumerar una gran cantidad de oficios y profesiones que practicó durante su vida: profesor de filosofía y latín, empleado bancario, navegante, aviador, escritor y más, pero la mejor manera de definirlo es como un caminante, un buscador de caminos. Como a él le hubiese gustado, como un vagabundo.

Alguna vez escribió: "No sé si tiene sentido, pero me diga cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón; que nadie recuerde tu nombre sino toda esa vieja y sencilla historia".

Así se resumía Conti, quien además decía ser escritor solamente cuando escribía, "el resto del tiempo me pierdo entre la gente".

Como dijo en una entrevista donde se puede escuchar su voz, en su proceso de maduramiento una novela política, comprometida, era su duda y su deuda, su desafío y el signo de crecimiento como escritor. Y esa novela llegó, tarde pero segura, "emergiendo con naturalidad y no como una cosa impuesta", como sostenía debía ser: Mascaró, el Cazador Americano, que fue publicada en 1975 y recibió el premio Casa de las Américas.

Esa, cuenta en su prólogo (brillante prólogo entre los prólogos), es la primera -y la única- que concibió desde principio a fin antes de empezar la escritura, como dicen las maestras en la escuela.

"Mascaró tenía que madurar dentro de mí. Mascaró me hacía señas desde un costado de mi vida llamándome a su loco camino", escribe allí. "Pues bien, tanto empujó, que otro buen día, para cortar amarras, salté de golpe al camino, me marché inclusive de mi casa, abandoné todo y ahí empezó mi vida con Mascaró, es decir, empezó la novela que para mí es siempre un auténtico modus vivendi". Y más:"Mascaró daba para todo. Creció y creció como un tremendo canto, y yo era a medias el cantor porque se juntaron tantas y tantas voces, que Mascaró realmente no me pertenece".

Así fue y así nació su primera novela comprometida, que fue la última: "Creo, con Galeano, que nuestra suprema obligación es hacer las cosas más bellas que los demás, sobre todo que lo que la puede hacer el adversario".

Y cumplió, vaya si cumplió.

Al poco tiempo recibió las primeras advertencias: para las fuerzas armadas del país él ya era, por su pluma, un "agente subversivo". Llegada la dictadura, las amenazas continuaron y se intensificaron, pero él ya estaba completo, había logrado esa novela que le había sido esquiva o que simplemente había tardado en madurar. Mejor dicho, había emergido lo que las bellas descripciones de su amado Río Paraná no habían podido.

"Uno elige, me quedaré hasta que pueda y Dios verá", le escribió en una carta a Gabriel García Márquez. "Porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa", continuaba allí. A esa altura, con Videla en la presidencia, él y su esposa Martha eran "prácticamente unos bandoleros".

En febrero de 1976 nació su hijo varón, a quien dieron el nombre de Ernesto, quizás -casi con seguridad- por homenaje a uno de sus escritores favoritos: Hemingway (cómo no enamorarse de The old and the sea). El 4 de mayo escribió por la mañana su último cuento: "A la diestra". Al otro día, por primera vez en seis meses, volvieron a ir al cine él y su compañera: vieron el Padrino II. Ernesto, de tres meses, y Myriam, de siete años, se quedaron a cuidado de un amigo de ellos que dormiría en su casa pero en el sillón.

Cuando volvieron, no pudieron abrir la puerta. Un hombre armado con una ametralladora de guerra los recibió y con otros cinco milicos más los amordazaron y molieron a patadas. El amigo estaba tirado en el piso con la cara desfigurada. Los chicos, dormidos con cloroformo en uno de los cuartos. (Una película, Homo Viator, reconstruye su biografía y estas escenas de terror)

Conti y Martha fueron separados en cuartos distintos. Mientras la casa de Villa Crespo (me pregunto cuál era su casa, yo también vivo allí y cuántos otros) era desvalijada de todos los objetos de valor, práctica común en esos tiempos, los hombres armados interrogaban a Haroldo acerca de dos viajes que había realizado a la Habana. Para ellos, habiendo escrito siete libros, cuatro novelas y tres compilaciones de cuentos, él era un agente de la revolución cubana. Un enemigo interno. Uno más.

Otro.

Cuatro horas después, a las cuatro de la madrugada, "uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: "¿Vas a bailar con la señora?". Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores". Así relata su amigo García Márquez aquel día.

Fue el último beso y la última vez que estuvieron juntos.

En su escritorio, meses antes y anticipándose, había escrito un letrero: "Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt". La frase en latín traducida proclamaba: "Este es mi lugar de lucha y de aquí no me moverán". Los militares no supieron leerla y la dejaron. (Aquí, en este humilde espacio, la frase también se encuentra por ahí debajo, invisible, a modo de homenaje: Este es mi lugar de lucha y de aquí no me moverán).

Catorce días después del secuestro, el 19 de mayo, la junta militar organizó un almuerzo con destacados "hombres de la cultura" para alivianar las críticas internas y blanquear la imagen imblanqueable del gobierno. Los hombres elegidos por las fuerzas militares -y que asistieron- fueron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Horacio Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani. Fue este último, ideólogo del nacionalismo católico argentino, quien tuvo un gesto digno: le entregó en la mesa un papel a Videla con el nombre de Haroldo. El dictador, sin embargo, tan sólo aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país. Y de Conti no dijo nada.

Aún hoy, su nombre forma parte de las listas de desaparecidos, ni muerto ni vivo.

***

Recomiendo, menciono, algunos trocitos de su obra:
  • la novela Alrededor de la Jaula, 
  • el cuento "La Balada del Álamo Carolina", "el cuento sobre el árbol que creo es el mejor que he escrito en mi vida", según le escribe a su tía en una carta,
  • el cuento "Como un León" y, finalmente,
  • su última novela, ya mencionada:
"El Príncipe aludió luego a la naturaleza errante de aquel oficio tan distinto de casi todos los otros, generalmente de asiento, y con todo tan acordado con la sustancia del hombre, que es un viajero sobre la Tierra, en perpetuo tránsito, por cuanto errare humanum est y esta vida es un vallecito de lágrimas que se transcurre a los pedos. Aplausos y llantos".


Aplausos y llantos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El desquite que debo

Aún en nuestros peores momentos, nunca me chupaste un huevo. Siempre te dije todo lo que hice y sentía, siempre con la verdad y siempre de frente (algo que debo admitir: quizás aprendí sólo con el tiempo...).

Cuando las dudas fueron más que las certezas, cuando no nos dábamos besos durante el día pero por la noche nos acostábamos juntos, cuando simulábamos ambos estar lejos, bien lejos, independientes el uno del otro, y sin embargo... seguíamos cerca, ahí, en todas estas situaciones siempre te hablé, sincero, sin vueltas. Aún cuando no me haya manejado bien, aún cuando no haya sido el mejor, todo lo que hice y dije fue pensando en vos. Hasta en las decisiones más difíciles, estabas primero vos.

Mi temor al lado tuyo no era grande, ni muchos, pero siempre fue el mismo: hacerme vulnerable -una vez me había pasado...-. Necesitaba estar seguro. De mí, pero también de vos. ¿Sobre todo de vos? No sé.

Y sin decidirlo, lo fui. Me hice pequeño, chiquitito. Dejé de ser esa roca que acostumbraba ser. Esa roca que, hay que decirlo, logró acercarse a vos, que no era poca cosa. Porque fue un logro, sí. No sólo lograr acercarme, digo, sino lograr que vos misma consideres un logro que la roca se acerque a vos y no a otra. Es que la roca te quería, sí; la roca te quiso. Y mucho.

Consciente o inconscientemente, aposté. De alguna extraña manera, confié. ¿Cambié?

Y en ese momento dejé de ser yo el dueño que siempre había sido de la relación. Te entregué el rol, te lo cedí. En bandeja y con moño, todo tuyo. Y tan necio, ciego y débil fui que no entendí tus señales, tus mañas, tus gestos. Ni tus ojos, que creía siempre comprender a la perfección. (Es más: a la distancia, con un mundo o varios separándonos, sigo creyendo que nunca perdí, ni perderé -¿no será mucho?- ese don).

Cuestión que nada fue igual de tu parte:

Pudiste venir a casa sin importarte familia, mis cosas ni nada. Cojer, lo único que te importaba (como si no hubieses tenido un chico al lado...). Comer algo juntos y acostarnos, sin importar la hora, el día, nada. Sin importarte. De última, la clandestinidad era cara pero entendible, pensaba yo. Pero cómo podías venir con marcas en el cuello sin que nada te importara, cómo podías venir y yo no echarte a patadas y hasta quizás insultarte. Cómo hacerlo, si estaba, como te digo, chiquito, pequeño, casi diminuto. Cómo, si quería obligarme a confiar en vos, a confiar ciegamente en vos por primera vez. Aún en los momentos más difíciles y confusos, te tocaba a vos esta vez ser sincera, herir, como puede suceder, pero con cuidado. Herir sutilmente como quien no desea matar pero lo sabe necesario...

Cómo pudiste haberme pedido esas visitas al médico; cómo pudiste dejar que las fechas coincidan con el día después de ese miércoles en el que te diste cuenta que no, o en el que no te diste cuenta pero me lo dijiste, que para el caso es lo mismo...

Cómo no darme cuenta, cuando me citaste a cuadras extrañas y esquinas sin gente para que nadie te viera otra vez con él. Con él, que era yo.

Tan sólo señales coherentes, palabras claras -aunque no las tuvieses; esta vez te tocaba a vos ser más fuerte-. Asumir el rol. Intentarlo.

Al menos intentarlo.

Pero no importa. Tuviste la oportunidad de redimirte: tan sólo tenías que expresar en palabras todo eso que sentías por dentro; todo eso que expresabas en acciones, en descuidos, olvidos y miradas desatentas. Tenías tan sólo que decirme que no, que yo ya no era. Tenías que dejarme ir. Pero no, tampoco de eso fuiste capaz: "Sé que te voy a amar para siempre", dijiste y volteaste, con ese pantalón apretado, la carterita marrón que te hacía sentir una mujer y el alivio de ¿estar diciendo la verdad? No lo sé, ni ya importa, sólo quise expresar en palabras esta carta que nunca te entregaré pero que quedará naufragando aquí, como en una botella de vino tinto vacía que juega con las olas y recorre océanos y mares durante siglos y quizás milenios sin más sentido que poseer una diminuta y extraña existencia en algún lugar del universo.


pd: volver hacia atrás es díficil. Me refiero a estos pocos párrafos, aunque pueda extenderse a todo lo demás. Volver hacia atrás del texto es difícil, digo, pero en el primer paréntesis del primer párrafo está contenido todo lo que en última instancia pienso: "Algo que debo admitir: quizás aprendí sólo con el tiempo". Es que entre rencores, amores, y estas cuestiones, a pesar de esas últimas palabras que debiste cuidar, esos descuidos que yo no supe leer, sé que en algún punto nada puedo reprocharte; te pedía que te manejes como una mujer cuando recién aprendías a serlo, cuando yo también había tardado en comportarme como un hombre.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Señales

cuando me dijo "abrazo", cagué.

cuando me dijo "beso", esperé.

cuando me dijo "chau", sufrí.

cuando me dijo "adiós", lloré.

cuando me dijo "hasta siempre", recé.

cuando me dijo "hasta luego", creí.

cuando me dijo "saludos", perdí.

cuando me dijo "nos vemos", gané.

y cuando no me dijo nada... besé.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

El invicto de la costa o Los Imbatibles de la arena

Llevábamos diez días en la costa. Cargábamos el peso -y el goce- de siete partidos de playa invictos. Contra pibes del interior, de Córdoba y Santa fe, también chilenos y porteños. A todos les habíamos ganado. Nos creíamos los dioses de la playa, los imbatibles de la arena.

Es que no había rival que nos hiciese partido. Podíamos empezar perdiendo por uno o dos goles pero después remontábamos y terminábamos todos felices en el mar, de noche y con mosquitos o en uno de esos tantos atardeceres que vio al equipo lucirse y luego cagarse de frío sin toallas luego de una sumergida en el mar.



En arena húmeda, ahí cerquita de las olas o lejos, bien lejos, donde la arena está seca y las pantorrillas pesan más de lo habitual... No importaba la superficie; el equipo rendía. Hasta cuando practicábamos tirábamos magia.


Fue faltando dos días para volvernos a la triste Capital que nos encontramos con el rival: "Nueve contra nueve y con arquero", casi que ordenaron del otro lado los muchachos. Estaba claro: no era, ni pretendía ser, una propuesta. Así que a cara de perro y con gusto, aceptamos. Pusimos las sillas como palos y ahí, cerquita del muelle, el partido se armó. La pelota la pusieron ellos, símbolo de supremacía, elemento psicológico a tener en cuenta: la pelota era suya, ellos ponían el balón.

Confiados, aceptamos el "desafío", aunque -lo sabíamos- no teníamos opción: ¿de qué invicto nos íbamos a jactar después si rechazábamos ese reto? ¿A quién le podríamos contar después que mantuvimos el honor si arrugábamos en el último encuentro? Había que jugar y ganar. No había opción.


En los primeros minutos nos dimos cuenta: eran ellos los rivales que esperábamos. No eran vecinos del Mercosur, no eran porteñitos ni pibes del interior; eran locales; gente de la costa, acostumbrada a la arena, al sol implacable de todo un día de playa y al juego brusco entre las olas que iban y venían inflexiblemente. Jugaban con los "trucos" de la pelota en el aire y el juego combinado con el agua y la arena en los ojos.

Inmediatamente nos miramos. Eran el primer equipo digno.

Uno a cero abrieron el marcador y se nos venía la noche. Realmente se venía la noche. Lo sabíamos: si el partido seguía en derrota y el sol se esfumaba por el horizonte, el invicto se terminaba, y con él las vacaciones y nuestra pretemporada, la mayor de nuestras anécdotas y el orgullo de un rendimiento poco antes visto...

Nada de jogo bonito, entonces. No hizo falta decirnos nada, ni gritarnos que había que poner. Tan sólo mirarnos bastó para salir a dejar lo que había que dejar, es decir, todo. Gabino empezó a correr lo que tenía que correr, abajo Groso despejó y no dejó pasar jugador con pelota, Javo empezó a ser ese mediocampista aguerrido que quita y sale jugando, etctétera.





En una jugada algo sucia, rebote va, rebote viene, logramos el empate. El gol nadie recuerda de quién fue, pero todos nos acordamos del momento. Como si de un gol en el último minuto se tratara, lo gritamos y cerramos los puños. Los rivales lo entendían: no era un partido cualquiera, no era un partido más. No éramos nosotros los de la segunda quincena recién llegaditos...

Con el uno a uno el sol estaba cayendo, quedaba poco tiempo para darlo de vuelta, lo que era algo que incluso veíamos difícil. Pero los pibes no podían permitirse empatar con estos porteños, así que salieron con toda. Nosotros hacíamos lo que podíamos, pero cada vez más aguantarlo se hacía más complicado. A ellos se los veía más frescos, estábamos casi entregados. La noche, encima, se hacía esperar. Los de arriba estábamos muertos, el medio ya no cortaba y se jugaba directa y exclusivamente en nuestro campo.

Fue entonces cuando Groso hizo, consciente o inconscientemente, lo que había que hacer. Cuando el ocho rival sin remera se escapaba por la banda, salió a cortar y se llevó puesto pelota tobillo y todo junto y así un gemido interrumpió el partido y el graznido de las gaviotas que revoloteaban cerca del muelle. Como un lamento, un grito de muerte, y tras un instante, el jugador que quedaba tirado inmóvil en el suelo. "Fui a la pelota", se defendía Groso, mientras levantaba una de las manos y se retiraba pretenciosamente inocente a nuestro arco. Nosotros que nos acercábamos al jugador pero éste que seguía sin moverse. "¿Estás bien?", "¿Qué te pasa?", le preguntábamos pero no había respuesta y así, saboreábamos el pronto final. A los cinco minutos, logramos entre todos levantarlo y sus amigos decidieron llevarlo al hospital. El empate, así, resultaba nuestra victoria. Cuando caía la noche y el mar pedía a gritos el último y quizás más merecido de los chapusones, el partido debía suspenderse. Con amabilidad y una lesión infortunada (o no tanto), el encuentro terminaba en empate. Y el invicto seguía de nuestro lado.

"Buen partido, che", "Buen partido", "Chau", "Suerte", y así se despedían los equipos.


Con este último encuentro, el equipo terminaba su pretemporada, alcanzaba el récord de ocho partidos invictos sin conocer la derrota y zafaba de lo que hubiese sido la decepción más terrible. Para quienes sostienen que los empates no se festejan, ya en el mar y sin oídos rivales, la opinión era general y compartida: "¡Cómo zafamos la puta madre!".

En la cena de ese día, los pibes sabíamos que debíamos agasajarnos, y como la economía no andaba en camioneta sino en monopatín, debimos recurrir, otra vez y sin quejas, a unos buenos fideos con una buena salsa picantona, hecha por los cocineros especiales y curiosamente improvisados de Choclo y el Mati.




¡Qué sabor! ¡Qué olores! ¡Qué fragancias! Aunque tomamos juguito tang y gaseosa manaos sabor lima.limón, nos atrevimos a brindar por la pretemporada, las viejas amistades, las nuevas y otro nuevo viaje en familia.


Uñas encarnadas, pies rojos y heridos, tobillos a la miseria fue el resultado de la jornada. Todo para poder comentar, en el próximo asado -y en todos los siguientes: "¡Qué equipo el de la costa!".

lunes, 3 de diciembre de 2012

360

Caminos que se cruzan. Conexiones. Casualidades. Trenes, subtes, viajes. Aviones, lugares, destinos. Coincidencias, azares. Decisiones. Direcciones. Caminos, idas, vueltas. Regresos, partidas. Despedidas, encuentros. Momentos.


"Sólo se vive una vez. ¿Cuántas oportunidades tenemos?"